miércoles, 13 de abril de 2011

Trece años

    Hoy me toca dedicar este post a mi txurumbel.  Aunque cumple los años después que su hermana,  nació veintitrés meses antes,  lo que le convierte en el hermano mayor,  aunque sólo sea algo nominal.  La realidad es que mi ceporro madura a la velocidad de un caracol con artritis,  pero supongo que todo llegará y luego me quejaré de lo contrario.  De momento toca rememorar el momento en que llegó la nueva generación familiar.  Primer nieto y sobrino en las dos familias.  Y el primer bebé que se veía en nuestras casas desde hacía muchos años,  a no ser que fuera de visita.  Yo creo que nos pilló a todos un poco descolocados,  por lo menos a mí que, aunque había tenido nueve meses para mentalizarme,  cuando realmente llegó,  si hubiera podido,  lo hubiera vuelto a mandar por donde había venido.  Con él descubrí esa sensación que nace al mismo tiempo que los niños y se queda a vivir con los padres para siempre,  ocupando un rinconcito.  Una sensación que se puede denominar de muchas maneras,  pero cualquiera que sea el nombre que se le ponga lo que al final significa es lo mismo para todos.... pánico.  Porque lo que nadie nos dice cuando decidimos tener hijos es que de por vida, vamos a vivir esclavizados por el temor de que les pueda pasar algo.   Yo lo descubrí ese día, hace hoy trece años.
    Me quedé embarazada en verano,  en el mes de julio.  Además sé exactamente el día, porque en esos tiempos de penuria juvenil,  en la que no se disponía de piso propio,  ni tan siquiera, del tan nombrado Simca 1000,  pues las oportunidades de fertilización eran más bien contadas.  Así que estoy totalmente segura de que mi hijo fue engendrado durante los días que pasamos en Burgos,  para asistir a la boda de una de mis primas.  Este detalle dio lugar a que el fertilizador oficial hiciera la genial sugerencia de que si era un niño,  le llamáramos Rodrigo (como el Cid) y si era niña Jimena.  Esto tenía que haberme hecho sospechar que aquella relación no iba a poder durar,  pero se ve que tenía las hormonas bailando salsa y mi cerebro no funcionaba demasiado bien,  por lo que sólo le mandé a freír espárragos.
     Mi embarazo transcurrió con bastante normalidad,  si excluimos el hecho de que durante el primer trimestre sufrí de algún tipo de trastorno mental que provocaba que,  el simple hecho de sugerirme un color para las paredes distinto del que yo había elegido,  podía ocasionar que me deshiciera en lágrimas hasta la deshidratación o que,  ofendidísima,  retara a duelo al pobre iluso que había cometido la imprudencia.
    Fue durante ese tiempo cuando me mandaron al curso de preparación al parto,  al cual fui en tres o cuatro ocasiones y no volví más,  porque me pillaba lejos de mi casa y la que daba los cursos me ponía de los nervios.  Aunque sí llegué a asistir a una visita que se hacía al hospital,  para ver las salas de dilatación y los paritorios y en las que se nos explicaba como funcionaría todo.  Que viendo a las pobres mujeres que estaban allí dilatando y sufriendo,  te daban ganas de salir corriendo a pedir cita para una cesárea con anestesia general.
    Afortunadamente,  después de los tres meses se me pasaron los brotes psicóticos y me dediqué a engordar como una auténtica ballena,  devorando todo lo que caía en mis manos como si fuera a hibernar durante tres años.  Además de lo que engordé,  resulta que mis embarazos son de todo menos discretos.  Mi barriga llegaba a los sitios diez minutos antes que yo.  Una barriga enorme,  alta y hacia adelante,  que provocó que estando embarazada de seis meses la gente me deseara suerte para el parto y,   cuando les contestaba que me faltaban tres meses aún,  la respuesta invariablemente solía ser  "¿y cuantos traes?".
   Así llegué al final del embarazo,  con una barriga tremenda y un exceso de líquido amniótico,  que provocó que el alien que tenía dentro se pensara que vivía en una piscina olímpica y se moviera más que los precios,  pegándome unas palizas que me río yo de Poli Díaz.
   Por fin,  cuando faltaba una semana para salir de cuentas,  en una revisión a la que fui decidieron que me quedara porque estaba dilatando.  Me pusieron la oxitocina para provocarme las contracciones y desde aproximadamente las nueve de la mañana me metieron en la sala de dilatación.  A las tres de la tarde apenas había dilatado y la sensación más fuerte que sentía en ese momento,  era de hambre.  Notaba un dolorcillo, totalmente soportable,  que me hizo decir la estupidez esa de "pues vaya porquería de contracciones,  si esto es así, yo tengo cinco o seis críos".... ¡¡¡JA!!!.  A eso de las seis de la tarde ya hacía yo cualquier cosa menos reírme.  Me retorcía de dolor y naturalmente,  fue ese el momento que eligieron para aparecer las del curso de preparación al parto,  que venían de visita con un grupo de futuras mamás.  Como podéis imaginar,  cuando sientes que están haciendo la acupuntura con agujas de punto,  lo último que te apetece son visitas.  Y si encima la monitora se te pone en plan "listillabuenasamaritana" a decirte cómo debes respirar,  cuando ya te conformas con poder hacerlo,  se te pone una mala leche que se debió exteriorizar en la expresión de mi cara,  porque todas las de la preparación al parto salieron escopetadas y me quedé sola en cuestión de segundos.
    Finalmente llegó el momento del parto y el enano que se había adelantado unos días,  al parecer cambió de opinión en el último momento y de repente no quería salir,  lo que provocó que tuvieran que usar espátulas para sacarle,  pero por fin salió.
   Y aquí seguimos, trece años después. De recuerdo me quedé los kilos que gané en el embarazo y que yo aseguraba que se irían tan rápido como llegaron y a este hijo mío,  que vive físicamente en mi casa,  pero su mente vuela en escoba por los cielos del colegio Hogwarts junto a su amigo Harry Potter.

Este era el número uno de los 40 cuando nació.

2 comentarios: