sábado, 25 de diciembre de 2010

De canapés y tertulias

   Día de Navidad. Espero que todo el mundo haya llegado a la tarde de este día en un estado de salud suficiente. Esto quiere decir que no haya habido indigestiones alimentarias y la resaca sea llevadera, aunque sea a base de estar dopado todo el día con analgésicos y sales de frutas.
   Lo de sobrevivir a la Nochebuena en un buen estado físico y mental tiene su mérito, no os vayáis a creer. Porque al atracón culinario y los excesos de alcohol, tabaco y tóxicos varios, hay que añadir las reuniones familiares, no siempre especialmente divertidas y, en muchos casos, auténticas torturas para la mente del ciudadano de a pie, acostumbrada a una vida de buenas caras y falsas apariencias, totalmente imposibles de mantener cuando tratamos con los miembros de la propia familia, que nos conocen como si nos hubieran parido y en algunos casos, así es.
    Tengo que decir que en mi caso, tengo la suerte de que mi familia no es dada a aprovechar las reuniones familiares para dirimir disputas generadas durante el resto del año y solemos aprovechar estos días para hincharnos a comer como cerdos, algunos para beber (aunque sin demasiados excesos, por lo general), comentar como nos va yendo la vida (últimamente como el culo) y aunar fuerzas contra el nuevo enemigo común, o sea, nuestros hijos.
     Aunque el tema de los niños aún no es tema de queja general, porque mi dos hermanos (los chicos), tienen niños aún pequeños que todavía no dan más trabajo que el físico, de perseguirles, cambiarles pañales y darles de comer. No dudo que, de aquí a unos añitos, se unirán a las quejas y lamentaciones que, cada vez co más frecuencia, ofrecemos mi hermana y yo, con niños en edades escolares y que tienen el grave defecto de hablar y expresarse. Porque, según pasa el tiempo, cada vez estoy más convencida de que la libertad de expresión está sobrevalorada.
    Por alguna razón que desconozco, los debates familiares tienden a realizarse habitualmente en la cocina. En cualquier cocina, da igual la casa, aunque la cocina sea de un metro cuadrado, en algún momento del día o de la noche acabamos todos hacinados alrededor de los fogones (vitrocerámica en realidad, pero es que lo de los fogones queda más bonito), de pie y normalmente poniendo de los nervios a quien esté cocinando en ese momento, que no comprende que coño hacemos todos ahí sin dejar que se mueva.
   Estos suelen ser los preámbulos de las cenas navideñas. Normalmente, como ahora estamos llenos de niños que desde las ocho de la tarde están pidiendo la cena y que de todas formas no van a caber en la mesa, solemos ponerles de comer un rato antes de servir nuestra propia mesa. Por lo general, los super hambrientos niños, pierden  el hambre en el momento en el que se les pone la comida en la mesa y acaban dejando la mitad. Todos excepto mi hijo, claro. Porque media hora después de haberse retirado los demás, él sigue comiendo. Y que nadie espere que se vaya a conformar con los langostinos y canapeses varios, porque cuando te hayas olvidado de él y creas que han acabado todos los niños de comer, de pronto aparecerá por la cocina preguntando que por qué no se le ha servido todavía la carne y escandalizado ante la duda de que pueda tener todavía hambre, después de medio kilo de langostinos, una bandeja entera de gulas y no sé cuantos canapés.
    Pero vamos, eso es sólo el inicio de la velada. una velada en la que no voy a profundizar ahora, porque si no, no sé que porras voy a escribir en Nochevieja o Año Nuevo.  Además, este año no he tenido una Nochebuena al uso habitual de mi familia, porque la he pasado con mi padre y teniendo en cuenta que estábamos los dos solos, no creo que haga falta narrar el ambientazo fiestero que se vivió. Cabe destacar que un año más no escuché el discurso del Rey (que debería entrar en los Guiness como el hombre más ignorado por más personas en un mismo momento cada año) y que tuve los suficientes reflejos para arrebatarle el mando a distancia a mi padre y cambiar de canal en el mismo momento que anunciaron el comienzo del especial (no sé que tiene de especial, si lo dan todos los años) navideño de Raphael.
    Y bueno, ahora ya sólo me queda esperar la llegada de la Nochevieja, que este año cae el treinta y uno de diciembre, que casualmente es el último día del año y espero que sea el que acaba también con la rachita asquerosa que vive el mundo, el país, mi familia y yo en particular, que ya me estoy hartando del rollito este de "ay que penita doy" con el que me siento tan identificada últimamente, porque con lo poco que me han gustado siempre los llorones, si hay algo que me hace llorar en los últimos tiempos, es haberme convertido en uno de ellos.

 Las tertulias familiares en la cocina, cada vez se parecen más a esto.


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